El costo de las decisiones.
El costo de las decisiones.
Miguel Carbonell.
Uno de los problemas recurrentes en la historia de
México es el bajo nivel del debate público sobre temas de interés general. Al
haber tenido durante buena parte de nuestra historia una clase política con
escasa formación académica, las decisiones se tomaron más basadas en
intuiciones que en datos. La población, que en lo general está incluso peor
informada que sus políticos, nunca ha tenido forma de aportar mucho al debate
público.
Ese mal nos sigue aquejando. Las decisiones se
toman muchas veces sin fundamento y sin otorgar una argumentación creíble que
las respalde.
Lo anterior produce graves daños, ya que si las
decisiones no están bien tomadas, los problemas van a seguir creciendo. En eso,
México necesita de una narrativa más moderna, una clase política con mayor
formación y de un debate público más informado.
Por ejemplo, cuando se dice que en los “años del
neoliberalismo” (de 1982 al 2019), todo se hizo mal, quizá se estén omitiendo
algunos datos importantes. Tomemos el caso de la inseguridad. Entre los años
1990 y 2007 los homicidios en México disminuyeron en un 60%. De hecho, en 2007
tuvimos una tasa de 7 homicidios por cada 100 mil habitantes. Si las tendencias
siguen como van, vamos a tener en el 2019 una tasa de 24 homicidios por cada
100 mil habitantes, lo que dará como resultado el año más violento que se
recuerde en décadas. Quizá la estrategia de crear una “Guardia Nacional” pueda
dar resultado, pero nadie ha explicado porqué esa estrategia puede tener
mejores efectos que la profesionalización de los cuerpos policiacos que ya
existen. Se dice que todo lo anterior fue malo, pero en algunas áreas parece
que vamos empeorando.
Lo mismo sucede con el tema de las inversiones en
la industria petrolera o sobre la construcción de un nuevo aeropuerto para la
Ciudad de México. Todo parece indicar que hay decisiones que se toman con un
grado espantoso de improvisación, sin análisis de datos y sin tomar en cuenta
el criterio de los expertos. Tal parece que, como ha sucedido tantas veces a lo
largo de la historia de México, la política reemplaza al conocimiento
científico. Los políticos mexicanos puede saber muchas cosas, pero ciertamente
no saben más que los verdaderos especialistas en temas de economía, energías
renovables, desarrollo de infraestructuras, protección al medio ambiente,
combate efectivo a la delincuencia y un largo etcétera.
Nos puede resultar más o menos simpática la figura
de los tecnócratas, pero lo cierto es que el conocimiento experto se requiere
en casi todas las áreas del desarrollo del país. Es sencillo si lo
ejemplificamos con algo que nos involucre en lo personal. Suponga el amable
lector que Usted se tiene que someter a una delicada operación quirúrgica (una
operación a corazón abierto, pongamos por caso). ¿No tendría interés en
asegurarse de que el médico que lo va a atender esté bien preparado? ¿Le daría
tranquilidad que ese médico hiciera largos discursos en contra de la “medicina
neoliberal” y repitiera cada día que todos los médicos anteriores a él hacían
muy mal su trabajo?
Otro ejemplo: ¿qué costos y qué beneficios se
obtienen cuando se les regala dinero a los jóvenes por el solo hecho de estar
inscritos en alguna escuela, sin exigirles un mínimo desempeño académico o que
acrediten haberse esforzado, como contraprestación del dinero que reciben?
¿Estamos seguros que queremos forjar en la juventud mexicana el hábito de
extender la mano para recibir dinero a cambio de no realizar ningún esfuerzo o
intentar superarse? ¿Qué consecuencias tendrá ese hábito cuando esos jóvenes se
incorporen a la fuerza laboral y a la planta productiva del país?
Cass Sunstein, un destacado profesor de la
Universidad de Harvard, acaba de publicar un libro que todo político mexicano
debería leer: “The cost-benefit revolution” se titula. Su argumento principal
es que el gobierno (cualquier gobierno) debe ser capaz de hacer un profundo
análisis de los costos y beneficios de las políticas públicas. Esa es, dice
Sunstein, la única manera en la que un gobierno puede obtener buenos resultados
para mejorar la vida de las personas.
No hace falta ser profesor de Harvard para darse
cuenta del enorme daño que le pueden hacer a un país los líderes que no cuentan
con información suficiente al momento de tomar decisiones que nos afectan a
todos. Los ejemplos abundan en la historia. Por eso es que debemos pedir que
esas decisiones sean bien explicadas y bien fundamentadas, por el bien de todos.