El derecho fundamental de acceso a la justicia

El derecho fundamental de acceso a la justicia.

Miguel Carbonell.

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El derecho fundamental de acceso a la justicia se basa en la idea de que deben ser los órganos estatales los únicos que puedan impartir justicia (lo que en la práctica significa la competencia de ciertas autoridades para conocer de los conflictos que se susciten entre particulares o entre particulares y otras autoridades, y para resolver dichos conflictos mediante la aplicación de una serie de técnicas jurídicas). Antes del surgimiento del Estado moderno la forma más común de arreglar las diferencias era por medio de la venganza privada, con lo cual se corría el riesgo de propiciar una cadena de violencias que en lugar de resolver los problemas los complicaba.

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En correspondencia con el derecho de acceso a la justicia, los ordenamientos jurídicos modernos suelen establecer una prohibición general de autotutela, la cual se complementa con la prohibición de ejercer violencia para reclamar el propio derecho; ambas prohibiciones, en realidad, deben ser entendidas como dos caras de la misma moneda. Tales prohibiciones son resultados de largos procesos de evolución jurídica y social, ya que la historia ha conocido diversas formas de reclamación violenta del propio derecho; así por ejemplo el duelo o en un mayor nivel incluso la guerra.

En México el derecho de acceso a la justicia está previsto en el artículo 17 de la Constitución. En sentido estricto, el párrafo primero del artículo 17 constitucional no contiene un derecho fundamental, pues resulta claro que de su redacción no se pueden desprender derechos subjetivos. Pero cobra todo su sentido cuando se le interpreta dentro del conjunto del artículo 17, porque la consecuencia de la doble prohibición de su primer párrafo (prohibición de autotutela y prohibición de hacerse justicia por propia mano) es la asignación a toda persona del derecho de acudir ante un órgano jurisdiccional para que le sea administrada justicia (derecho de acceso a la justicia).

En algunos casos, de forma excepcional y limitada, la ley puede permitir el ejercicio de la autodefensa, sobre todo en la modalidad de defensa propia. Es una hipótesis frecuente en el derecho penal, que contempla a la legítima defensa como una forma lícita de ejercer violencia para proteger el propio derecho.

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El derecho de acceso a la justicia previsto por el artículo 17 constitucional y por el artículo 8 de la Convención Americana de Derechos Humanos dentro de las llamadas “garantías judiciales”, supone la obligación del Estado de crear los mecanismos institucionales suficientes para que cualquier persona que vea conculcado alguno de sus derechos fundamentales o cualquier otro tipo de derechos pueda acudir ante un tribunal dotado de las suficientes garantías para obtener la reparación de esa violación.

Es importante señalar, y así lo ha considerado la Corte Interamericana de Derechos Humanos, que ese derecho no se satisface por el mero hecho de que algún recurso jurisdiccional esté previsto en la legislación del Estado, sino que ese recurso debe ser efectivo en orden a la protección de los derechos.

En México el acceso a la justicia se ha intentado fortalecer a través de dos vías principalmente: a) por un lado, creando un sistema de defensores de oficio que puedan cubrir las necesidades de asesoría jurídica de la población de escasos recursos; a nivel federal esta función es llevada a cabo por el “Instituto Federal de Defensoría Pública”, organismo dependiente del Poder Judicial de la Federación creado en 1998; b) por otro lado, se han creado organismos “para-judiciales” que intentan proteger sectorialmente derechos de los particulares desde el ámbito administrativo; con ese objetivo nacen instituciones como la Procuraduría Federal del Consumidor, la Procuraduría Federal de la Defensa del Trabajo, la Procuraduría Agraria, el Consejo Nacional para Prevenir la Discriminación, el Instituto Nacional de Acceso a la Información y Protección de Datos Personales, etcétera.

El derecho a la justicia supone también que su impartición sea “pronta”; esto se traduce para el Estado en la obligación de organizar el sistema de impartición de justicia de forma tal que los procesos puedan ser concluidos dentro de un espacio de tiempo que sea razonable. Es decir, la Constitución impone la obligación de impartir justicia sin que se produzca la conocida figura del “rezago judicial”, que hace a los justiciables esperar un tiempo excesivo para la solución de sus problemas. Por desgracia, el rezago ha sido por décadas (y lo sigue siendo) un signo permanente de nuestros tribunales, tanto a nivel federal como local.


El derecho a un proceso sin dilaciones indebidas es el reflejo normativo de la conocida máxima según la cual “justicia retardada no es justicia”, es decir, que si una sentencia llega fuera de tiempo en realidad no sirve para nada. Para ser eficaz, el ejercicio de la jurisdicción debe ser tan rápido como lo permitan los derechos procesales de los justiciables.

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