Morir en las vacaciones

Morir en las vacaciones.

Miguel Carbonell.

Los datos son de sobra conocidos: cada año en México se registran unos 4 millones de percances automovilísticos, en los cuales mueren 24 mil personas y otras 40 mil quedan discapacitadas. El 61% de esas muertes ocurre en zonas urbanas y el 39% en carreteras.

Ninguna modalidad delictiva ni ningún suceso natural tienen efectos tan devastadores sobre la vida y la integridad física de docenas de miles de mexicanos como los que se producen en nuestras calles y carreteras. Pero se trata de un drama sobre el que se habla muy poco y respecto del cual no parecen estarse tomando las medidas suficientes y necesarias para prevenirlo.

Nada justifica que en pleno siglo XXI salir a la carretera siga implicando un altísimo riesgo para las familias mexicanas. No se explica que siga habiendo tanta laxitud de las autoridades al momento de regular los vehículos que se utilizan para transportar personas y respecto de la supervisión del estado en el que se encuentran los choferes que deben conducirlas sanas y salvas hasta su destino.

Lo cierto es que una parte de los autobuses que circulan por el territorio nacional están en pésimas condiciones. Simplemente consideremos que más del 70% de los microbuses que circulan en la zona metropolitana del Valle de México ya rebasaron su máximo de vida útil; no hace falta ser muy imaginativos para suponer lo que pasa en el interior de la República. Esas unidades en mal estado no solamente son una fuente importante de contaminación ambiental, sino que además ponen en riesgo a sus ocupantes y a los demás usuarios del sistema carretero que tengan la mala suerte de cruzarse en su camino.
Los choferes muchas veces son obligados a hacer largos turnos de trabajo, sacrificando horas de sueño y de descanso, lo que hace disminuir sensiblemente su capacidad de reacción y sus reflejos para evitar accidentes. Para poder aguantar esas largas jornadas laborales no son pocos los que acuden a cierto “auxilio químico” que los mantenga despiertos mientras conducen. Nada de eso debería permitirse, pero las autoridades –como siempre- parece que prefieren mirar hacia otro lado.

Junto a una más moderna regulación y una supervisión más estricta del transporte por carretera, es indispensable que busquemos alternativas a los autobuses. Son un medio de comunicación caro y poco eficiente en términos ambientales. Es mucho mejor contar con medios de transporte como el tren o incluso el avión, si pudiéramos lograr que hubiera verdadera competencia en el sector aeronáutico y los precios bajaran al nivel que tienen en muchos otros países.

En vez de seguir lamentando esas muertes horribles de las que con frecuencia nos enteramos en las noticias, derivadas de accidentes carreteros, las autoridades federales y locales deberían emprender una gran cruzada nacional de concientización sobre los riesgos de manejar cansado o bajo el influjo de las drogas o el alcohol. Los ejemplos de España o Inglaterra, que utilizaron muy explícitos anuncios en la televisión, pueden servir. En vez de los absurdos anuncios con que nos martillan día y noche los diputados y senadores hablando de mucho que según ellos trabajan, sería más útil una campaña a favor del uso del cinturón de seguridad por ejemplo.

La ciudadanía debe hacer también su parte y denunciar el mal estado de los autobuses o, cuando ello sea posible, negarse a utilizar unidades que no estén en buenas condiciones.


La única opción que no se puede aceptar es la de no hacer nada y seguir viendo como siguen muriendo familias enteras en nuestras calles y nuestras carreteras. Hay que hacer lo que sea necesario para evitar esas muertes y hay que hacerlo pronto.

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