Lo que el derecho puede aprender de la literatura.
Lo que la literatura les puede
enseñar a los abogados.
Miguel Carbonell.
Centro de Estudios Jurídicos
Carbonell AC.
Nos puede gustar más o menos, pero
lo cierto es que la enseñanza del derecho consiste en cierta medida en enseñar
a los alumnos a escribir bien. Los buenos abogados deben tener la capacidad
para redactar de forma fluida y clara escritos jurídicos de todo tipo:
escrituras, demandas, contratos, convenios, sentencias, etcétera. Esa es la
primera y quizá la más importante lección que la literatura le puede dar a los
abogados: aprender a escribir y a hacerlo de forma inteligente e inteligible.
Como sabemos, recientemente ha
habido importantes esfuerzos por introducir en algunas ramas del derecho los
llamados “juicios orales” o dicho de manera más amplia “el paradigma de la
oralidad procesal”. Esa forma de organizar y desarrollar los procedimientos
judiciales va a requerir una transformación profunda de la manera en que se
aprende el derecho en México.
La
educación jurídica deberá privilegiar la formación de abogados con buenas
habilidades comunicativas, que puedan hablar bien en público, pero que sobre
todo sean capaces de poder analizar fácilmente la médula de un caso, sus
circunstancias particulares, el significado de las pruebas, la debilidad de los
argumentos del contrario, etcétera.
No
se trata de preparar abogados que sepan hacer teatro, sino de generar en los
estudiantes las habilidades necesarias para operar en un esquema de juicios
orales que requiere de un desempeño profesional distinto al que se necesita
para trabajar en un proceso escrito, ya sea en materia penal o en otras
materias.
Por
ejemplo, si una etapa clave de la audiencia oral es el interrogatorio de
testigos, los abogados deberán ser instruidos en las técnicas que hagan eficaz
su participación, ya sea en defensa del acusado o ya sea por parte del
Ministerio Público o de la acusación particular, si la hubiera. Un buen
interrogatorio debe ser capaz de centrar la atención del juez en lo esencial,
evitando las preguntas fuera de lugar o muy generales (que denotan que el
abogado no ha estudiado bien el caso), las preguntas retóricas, sugestivas,
capciosas, etcétera[1].
Los
estudiantes y profesores de derecho deben tener claro que litigar bajo la
lógica de la oralidad procesal requiere de una formación específica y de una
disciplina que, al menos en México, nos siguen siendo en buena medida ajenas.
La disciplina que se requiere “está lejos de consistir en técnicas de oratoria
o desarrollos de la capacidad histriónica, como los prejuicios de nuestra
comunidad jurídica suelen creer. En cambio, subyace la idea de que el juicio es
un ejercicio profundamente estratégico y que, en consecuencia, comportarse
profesionalmente respecto de él consiste –en particular para los abogados,
aunque esta visión también altera radicalmente la actuación de los jueces- en
construir una teoría del caso adecuada y dominar la técnica para ejecutarla con
efectividad”[2].
Para
plantear una buena teoría del caso también sirve mucho haber leído buena
literatura, que nos ensancha la capacidad de imaginar escenarios posibles y de
advertir detalles fácticos que contribuyan a dicha teoría. De modo que la buena
literatura no solamente permite que los abogados escriban bien, sino que
también sirve para potenciar su imaginación y les ayuda, en consecuencia, a
tener un buen desempeño en procedimientos regidos por el principio de oralidad.
Ahora bien, pese a la cada vez más omnipresente tendencia hacia la oralidad, lo cierto es que la mayor parte de las actividades jurídicas seguirán llevándose a cabo en forma escrita, de modo que subsistirá la necesidad de que un abogado sepa escribir bien y eso es algo que deberá aprender, en alguna medida, en las escuelas y facultades de derecho.
¿Cómo
hacerlo? O en otras palabras: ¿qué es lo que permite que un abogado aprenda a
redactar buenos escritos jurídicos? La mejor fórmula que conozco es muy
sencilla: para escribir bien es necesario ser un buen lector; es decir, si
quieres escribir bien debes haber leído mucha literatura, y sobre todo literatura
de buena calidad. Por tanto, un primer requisito para escribir buenos textos
jurídicos es tener muchas lecturas en la propia formación.
Pero no cualquier tipo de lectura. La cantidad de libros, revistas y todo tipo de escritos que se publican actualmente es inabarcable (por eso es que Gabriel Zaid le puso como título a uno de sus textos más conocidos Los demasiados libros). No se puede leer todo, ni siquiera todo lo que se publica sobre la propia área de especialización. Debemos por tanto ser selectivos. ¿Por dónde empezar?
En
este punto conviene distinguir entre los textos jurídicos y los no jurídicos.
Aunque hay ejercicios de literatura jurídica muy bien logrados, lo cierto es
que la mejor forma de escribir debe buscarse fuera del ámbito de los abogados.
Por lo tanto, hay que dirigirse, en primer término, hacia libros no jurídicos.
¿Cuáles?
Dado que nuestro tiempo y nuestra energía están limitados, lo mejor es comenzar
con libros que, sin ser jurídicos o sin serlo exclusivamente, nos van a permitir
reforzar o expandir nuestros conocimientos del derecho.
Hay
muchas obras de ciencia política, de sociología, de economía y de historia que
un buen abogado debe haber al menos revisado.
Lo importante es que los abogados y los
estudiantes de derecho tengan claro que se deben leer no solamente textos
jurídicos, sino igualmente obras de carácter ensayístico o pertenecientes a
otras ciencias sociales, diferentes al derecho. Pero también es recomendable
para los abogados o futuros abogados leer obras de ficción, novelas, cuentos,
poesía, a fin de adquirir capacidad de escribir bien. En este sentido también
las opciones son inabarcables en una vida humana (y solamente disponemos de
una). Por lo tanto, hay que ser sumamente selectivos y dirigirnos a literatura
de calidad y útil para nuestra formación jurídica.
Por
ejemplo, en mis clases de derecho constitucional siempre he sugerido la lectura
de esa portentosa novela de Mario Vargas Llosa titulada “La fiesta del chivo”.
Se trata de una obra que nos permite reflexionar sobre el sentido mismo del
Estado constitucional de derecho, ya que nos hace evidente la necesidad de
poner frenos y límites al poder, para evitar que su ejercicio genere
consecuencias indeseables y verdaderamente catastróficas. En el libro se narra
una parte del régimen gobernado por Rafael Leónidas Trujillo (conocido como “El
Chivo”) en la República Dominicana y los excesos cometidos tanto por él como
por sus subordinados y familiares.
Vargas
Llosa, desde su creatividad literaria, nos hace pensar sobre el derecho, sobre
el papel del constitucionalismo, sobre el delirio de los gobernantes y sobre la
necesidad de contar con mecanismos de supervisión y control. Eso es lo que
justifica, en buena medida, que hoy en día se defienda al Estado constitucional
de derecho como un excelente modelo de organización política, lo cual nos queda
claro no solamente leyendo el texto de nuestra Carta Magna, sino también
leyendo una espléndida novela como esa.
Bajo la misma lógica, aunque de manera
mucho más descarnada y trágica, también Primo Levi ha resaltado la brutalidad
de los seres humanos cuando no se encuentran sujetos a límites, en sus
narraciones –ensayísticas, no noveladas- sobre lo sucedido en Auschwitz y otros
campos de concentración de los nazis (de Levi hay que leer sobre todo “Si esto
es un hombre”).
Otro
ejemplo. Para un curso de derecho procesal penal pueden utilizarse novelas como
“Se presume inocente” de Scott Turow, que es un magnífíco thriller para
ilustrar el importante tema de la “cadena de custodia” y los conflictos de
interés que pueden darse en el marco de la investigación de un delito de
naturaleza sexual.
Tal
como se dijo en el caso de los ensayos, también las novelas que nos enseñan a
ser mejores abogados y que nos plantean profundos dilemas jurídicos suman
miles. Desde las tragedias de Sofocles y la famosa Antígona, pasando por
Shakespeare y las “deudas de sangre”, hasta llegar a la novelación del
Holocausto a finales del siglo XX por autores como Patrick Modiano, la
literatura ha atendido con avidez las expresiones de los fenómenos jurídicos. Y
lo sucedido en las salas de tribunales ha llamado la atención de millones de
lectores de lectores alrededor del mundo.
La
fascinación recíproca entre el derecho y la literatura quizá quede explicada
con esta magnífica cita de Jacques Vergés, un abogado francés que se dedicó a
defender a personajes extremadamente polémicos como el nazi Klaus Barbi o el
negacionista Roger Garaudy (quiso también defender en La Haya al genocida
Slodoban Milosevic, pero el imputado rechazó cualquier forma de asistencia
letrada):
“Un expediente judicial es siempre el resumen
de una novela, el argumento de una tragedia, la sinopsis de una película. Pero
esa tragedia y esa película permanecen inconclusas: a unas y otras les falta un
quinto acto, un epílogo o un desenlace –en definitiva, una coronación, aunque
sea de espinas, para que el drama sea completo.
Solo los abogados tienen el privilegio de ser
a la vez espectadores de tal drama, confidentes del héroe y coautores, ya que
acompañan al acusado a lo largo de todo el proceso y le ayudan a hacer frente
al quinto acto de su tragedia, al epílogo de su novela, al desenlace de su
película. Corresponde a los jueces encarnar al ciego destino”[3].
Pero
a veces los abogados no podemos formar parte del drama judicial al que se
refiere Vergés, por lo que tenemos que imaginarlo a través de la literatura,
que nos trae la experiencia de los juicios en la forma más vívida posible y también
en la más interesante.
[1] Un buen compendio de cuestiones sobre el interrogatorio dentro del
juicio oral puede verse en Baytelman, Andrés y Duce, Mauricio, Litigación penal. Juicio oral y prueba,
México, FCE, 2005; y en Pratt, Carla, Litigación oral, México, Centro Carbonell, 2017.
[2] Baytelman, Andrés y Duce, Mauricio, Litigación penal. Juicio oral y prueba, cit., 31.