110 años de Isaiah Berlin

110 años de Isaiah Berlin:
sus ideas sobre la libertad.

Miguel Carbonell.
IIJ-UNAM.

Isaiah Berlin (1909-1997) fue un pensador sin par en la atribulada Europa del siglo XXI. Su obra ha quedado situada junto a los grandes pensadores liberales de todos los tiempos, como Benjamin Constant o John Stuart Mill. Hay pocos intelectuales que hayan alcanzado tanto respeto y tanta altura como Berlin.
Isaiah Berlin no solamente nos legó una obra monumental por su profundidad y por sus planteamientos originales, sino que también es un ejemplo por su congruencia cívica y por su sentido de la responsabilidad democrática de los intelectuales. Por eso es que Ralph Dahrendorf no ha dudado en ponerlo a la cabeza de los intelectuales liberales del siglo XX, junto a pensadores de la talla de Norberto Bobbio o Raymond Aron[1].
El legado conceptual más conocido de Berlin se encuentra reunido por Henry Hardy en el libro Sobre la libertad (Madrid, Alianza, 2002). En efecto, es el tema de la libertad el que terminó catapultando a nuestro autor a las más altas cimas del reconocimiento académico e intelectual. La dedicación de Berlin al tema de la libertad seguramente tiene mucho que ver con las afinidades que lo unían a John Stuart Mill, a cuya obra le dedicó una serie de reflexiones que son ya una referencia ineludible para quien quiera adentrarse en la vida y la obra de ese gran pensador liberal del siglo XIX[2].
Isaiah Berlin dictó una conferencia en el marco de la lección inaugural de la cátedra Chichele de teoría social y política en Oxford[3]; era el año de 1958 y su autor no podía imaginar la enorme trascendencia que tendrían sus palabras. En esas conferencias nos ofrece su construcción conceptual seguramente más perdurable sobre la libertad (y también la más conocida).
Berlin entiende que la libertad puede ser de dos tipos: negativa y positiva. La libertad negativa equivale a la no interferencia, a la posibilidad de actuar como mejor nos lo parezca sin que nadie se interponga u obstaculice nuestros actos. Escribe Berlin: “Normalmente se dice que soy libre en la medida en que ningún hombre ni ningún grupo de hombres interfieren en mi actividad… la libertad política es, simplemente, el espacio en el que un hombre puede actuar sin ser obstaculizado por otros. Yo no soy libre en la medida en que otros me impiden hacer lo que yo podría hacer si no me lo impidieran”[4]. Se trataría de contar con un espacio exento de coacción. La coacción y la libertad guardarían una relación simétrica a la inversa: cuanto más crece una más pequeña se hace la otra y viceversa.
En principio las fronteras de la libertad en sentido negativo estarían fijadas, según Berlin, por el ámbito de la vida privada. En la medida en que una persona realice actividades privadas no debe ser importunada en modo alguno. Berlin acepta que es discutible hasta dónde llega la vida privada y dónde comienza la vida pública dentro de cuyo espacio puede imponerse la coacción y, en esa virtud, limitarse la libertad: “Dónde tenga que trazarse esa frontera es cuestión a debatir y, desde luego, a negociar. Los hombres son muy interdependientes y ninguna actividad humana tiene un carácter tan privado como para no obstaculizar en algún sentido la vida de los demás”[5]. Desde luego, frente a esa reflexión un lector en nuestros días podría formularse la siguiente pregunta: ¿cómo trazar una frontera precisa entre los actos privados y los públicos?
Berlin reconoce que “no podemos ser absolutamente libres y tenemos que ceder algo de nuestra libertad para preservar el resto”, aunque aclara que esa cesión no puede ser completa, porque de serlo nos destruiríamos a nosotros mismos. Debemos ceder un mínimo de libertad, definido por Berlin en una frase que nos da algunas pistas, pero no nos resuelve mucho. La cesión puede llegar hasta un determinado punto: “Aquel que un hombre no puede ceder sin ofender la esencia de la libertad humana”[6].
Bobbio utilizó en su momento la misma nomenclatura que Berlin para referirse a la libertad. En uno de sus más conocidos ensayos Bobbio nos indica que la libertad negativa se puede definir como “la situación en la cual un sujeto tiene la posibilidad de obrar o de no obrar, sin ser obligado a ello o sin que se lo impidan otros sujetos”[7]. Esta libertad supone que no hay impedimentos para realizar alguna conducta por parte de una determinada persona (ausencia de obstáculos), así como la ausencia de constricciones, es decir, la no existencia de obligaciones de realizar determinada conducta.
Por su parte, la libertad positiva puede definirse como “la situación en la que un sujeto tiene la posibilidad de orientar su voluntad hacia un objetivo, de tomar decisiones, sin verse determinado por la voluntad de otros”[8]. Si la libertad negativa se entiende como la ausencia de obstáculos o constricciones, la positiva supone la presencia de un elemento crucial: la voluntad, el querer hacer algo, la facultad de elegir un objetivo, una meta. La libertad positiva es casi un sinónimo de la autonomía.
Mientras que la libertad negativa tiene que ver con la esfera de las acciones, la positiva se relaciona con la esfera de la voluntad. Como señala Bobbio, “La libertad negativa es una cualificación de la acción; la libertad positiva es una cualificación de la voluntad”[9]; o en palabras de Berlin, “El sentido ‘positivo’ de la libertad sale a relucir, no si intentamos responder a la pregunta ‘qué soy libre de hacer o de ser’, sino si intentamos responder a ‘por quién estoy gobernado’ o ‘quién tiene que decir lo que yo tengo y lo que no tengo que ser o hacer’”[10].
Es el propio Isaiah Berlin quien nos ha ofrecido lo que podría considerarse una especie de concepción canónica de la libertad positiva, en los siguientes términos[11]:
El sentido “positivo” de la palabra “libertad” se deriva del deseo por parte del individuo de ser su propio amo. Quiero que mi vida y mis decisiones dependan de mí mismo, y no de fuerzas exteriores, sean éstas del tipo que sean. Quiero ser el instrumento de mis propios actos voluntarios y no de los de otros hombres. Quiero ser un sujeto y no un objeto; quiero persuadirme por razones, por propósitos conscientes míos y no por causas que me afecten, por sí decirlo, desde fuera. Quiero ser alguien, no nadie; quiero actuar, decidir, no que decidan por mí; dirigirme a mí mismo y no ser accionado por una naturaleza externa o por otros hombres como si fuera una cosa, un animal o un esclavo incapaz de jugar mi papel como humano, esto es, concebir y realizar fines y conductas propias. Esto es, por lo menos, parte de lo que quiero decir cuando afirmo que soy racional y que mi razón es lo que me distingue como ser humano del resto del mundo. Sobre todo, quiero tener conciencia de mí mismo como un ser activo que piensa y quiere, que es responsable de sus propias elecciones y es capaz de explicarlas por referencia a sus ideas y propósitos propios.

Esta concepción de Berlin ha dado lugar a un sinnúmero de estudios, análisis y desarrollos posteriores.
Berlin reconoce que la libertad positiva puede existir para una persona, pero que en determinadas circunstancias esa misma persona puede decidir o verse obligada a no ejercerla, retirándose a “la ciudadela interior”: “Estoy en posesión de razón y voluntad; concibo fines y deseo alcanzarlos; pero si me impiden lograrlos ya no me siento dueño de la situación. Puede que me lo impidan las leyes de la naturaleza, accidentes, actividades de los hombres, o el resultado, a veces no intencionado, de instituciones humanas. Estas fuerzas pueden ser demasiado para mí. ¿Qué puedo hacer para evitar que me aplasten?”[12].
No cabe duda que en el momento en que Berlin escribió esta frase las personas tenían muchos motivos para sentirse impotentes. Inglaterra, como la mayoría de los países europeos, estaba en pleno proceso de recuperación luego de la Segunda Guerra Mundial. Muchos de sus habitantes tenían grabadas todavía las imágenes de los bombarderos sobre Londres, de Hitler lanzando sus soflamas esquizofrénicas en contra de los judíos, del hambre y la miseria por las que tuvieron que pasar muchos europeos en la posguerra[13]. Pero cabe preguntarse, desde el mirador del siglo XXI, ¿qué diría Berlin de los retos que les suministra este siglo a los habitantes del planeta? Hay muchos motivos para intentar resguardarse en la “ciudadela interior”.
Las promesas emancipatorias de la modernidad se han cumplido de forma muy limitada, pues en el mejor de los casos se realizan solamente para un puñado de privilegiados, dentro de los países que tienen niveles aceptables de desarrollo. El espacio público se encuentra, incluso en estos países, bajo asedio. La pobreza, la guerra, el afán consumista, el grado cero de la política que se empeñan en perseguir los políticos profesionales, el deterioro rampante del medio ambiente, son motivos para querer quedarse en casa (si es que se tiene una), haciendo a un lado la voluntad y abriendo paso al abandono, una especie de laisez-faire vital.
Berlin defiende la libertad positiva entendida como autonomía y construye fuertes argumentos contra el paternalismo. Dice Berlin que “Si la esencia de los hombres consiste en que son seres autónomos –autores de valores, de fines en sí mismos, de la autoridad última que se funda precisamente en querer libremente- entonces no hay nada peor que tratarlos como si no fueran autónomos, como objetos naturales, accionados por influencias causales, como criaturas a merced de estímulos externos, cuyas elecciones pueden ser manipuladas por sus gobernantes mediante la amenaza de la fuerza o el ofrecimiento de recompensas”[14].
De hecho, es tal la animadversión de Berlin hacia el paternalismo que en su ensayo cita, de forma aprobatoria, las frases de Kant según las cuales “nadie puede obligarme a ser feliz a su manera” y el paternalismo “es el mayor despropósito imaginable”. El paternalismo para Berlin sería la negación de la naturaleza autónoma de las personas, en tanto sirve para sustituir el criterio propio por el ajeno, invalidando la dirección que cada individuo puede y debe darle a su vida, sin intromisión de los demás. Dice Berlin que “El paternalismo es despótico no porque sea más opresivo que la tiranía desnuda, brutal y zafia, ni porque ignore la razón trascendental en mí encarnada, sino porque es una afrenta a mi propia concepción como ser humano, determinado a conducir mi vida de acuerdo con mis propios fines (no necesariamente racionales o humanitarios) y, sobre todo, con derecho a ser reconocido como tal por los demás”[15].
Berlin discute, en la parte final de su famoso ensayo sobre los dos conceptos de libertad, la cuestión del consentimiento que puede prestar una persona para dejar de ser libre. Desde luego, como cabe esperar de un auténtico liberal, rechaza la más mínima posibilidad de que voluntariamente se pueda dejar de ser libre, quizá dejándose llevar por un optimismo antropológico de cuya verificación práctica seguramente podría dudarse. Pregunta Berlin, con tono humorístico: “Si consiento ser oprimido, si lo acepto con distancia o con ironía, ¿estoy menos oprimido? Si me vendo yo mismo como esclavo, ¿soy menos esclavo? Si me suicido, ¿estoy menos muerto por el hecho de haberme quitado la vida libremente?”[16]. Con esto Berlin viene a reconocer que la autonomía tiene límites y uno de ellos es la disposición de sí misma: nadie puede decidir libremente dejar de ser libre.
Hay una cuestión final que me gustaría destacar del pensamiento de Berlin sobre la libertad. Me refiero a su concepción naturalista de la misma, pese a que en el resto de su obra luchó denodadamente en contra de cualquier tipo de determinismo histórico. En efecto, para Berlin habría un espacio de libertad creado por la naturaleza, fundamentado en el carácter de las personas como seres racionales. Ese espacio sería invulnerable para el gobierno y estaría a salvo incluso del propio consentimiento de sus titulares. Ningún tipo de autoridad podría decidir la entrada en ese espacio sagrado.
Hay dos frases de Berlin que ilustran perfectamente dicha concepción naturalista; son las siguientes:
“Si deseo conservar la libertad, no basta con decir que no ha de ser violada hasta que uno u otro –el gobernante absoluto, la asamblea popular, el rey en el parlamento, los jueces, varias autoridades combinadas, o las leyes mismas (porque las leyes pueden ser opresivas)- autorice su violación. Hay que crear una sociedad en la que haya fronteras de libertad que nadie estará autorizado a invadir”.
“Para Constant, Mill, Tocqueville y para la tradición liberal a la que pertenecen –dice Berlin-, ninguna sociedad es libre a menos que esté gobernada en alguna medida por dos principios interrelacionados: primero, que solamente los derechos, y no el poder, se consideren absolutos, de manera que todos los hombres, sea cual sea el gobierno que tengan, posean un derecho absoluto a rechazar comportarse de forma inhumana; y, segundo, que hay fronteras, que no están trazadas de forma artificial, dentro de las cuales los hombres son inviolables. Estas fronteras están definidas en términos de normas tan ampliamente aceptadas, y desde hace tanto tiempo, que su observancia entra dentro de la concepción misma de lo que es un ser humano normal y, por tanto, definen también lo que es actuar de forma inhumana o patológica”[17].

La libertad positiva ha sido reivindicada con mucha energía por las teorías neorrepublicanas, que sostienen la necesidad de entender a la libertad como un estado de no-dominación[18]. De hecho, para dichas teorías, la distinción entre libertad negativa y libertad positiva tendría que ser superada para alcanzar un concepto más exigente que reflejara la posibilidad de una ausencia de dominio y no solamente de una ausencia de interferencia. Pettit, por ejemplo, sostiene que puede haber ausencia de interferencia en muchas de nuestras decisiones, pero que las mismas pueden estar profundamente determinadas por un sinnúmero de coerciones que nos obligan a elegir entre una u otra cosa. Lo importante para preservar la libertad, asegura el mismo autor, es proteger a la persona de la dominación[19].
Como puede verse, el pensamiento de Berlin nos sigue iluminando no solamente para comprender el pasado, sino también y sobre todo para vislumbrar el futuro. Eso es lo que nos permite advertir que, en efecto, estamos ante un verdadero clásico, es decir, uno de esos autores que no pueden dejar de leerse para conocer el mundo en el que vivimos.




[1] Dahrendorf, Raph, La libertad a prueba. Los intelectuales frente a la tentación totalitaria, Madrid, Trotta, 2009.
[2] Berlin, “John Stuart Mill y los fines de la vida”, incluido en el libro de nuestro autor, Sobre la libertad, Madrid, Taurus, 2004, (edición de Henry Hardy), pp. 257 y siguientes. Un análisis de la obra de Mill, la de Berlin y la ode otros pensadores liberales puede verse en Carbonell, Miguel, La libertad. Dilemas, retos y tensiones, México, CNDH, UNAM, 2008.
[3] La biografía de Berlin puede verse en Ignatieff, Michael, Isaiah Berlin. Su vida, Madrid, Taurus, 1999. Resulta sumamente iluminador también el elocuente ensayo sobre Berlin de Jesús Silva-Herzog Márquez, “Liberalismo trágico” en su libro La idiotez de lo perfecto. Miradas a la política, México, FCE, 2006, pp. 111-153.
[4] Sobre la libertad, cit., p. 208.
[5] Idem, p. 210.
[6] Idem, p. 212.
[7] Igualdad y libertad, Barcelona, Paidós, 1993, p. 97.
[8] Bobbio, Igualdad y libertad, cit., p. 100.
[9] Igualdad y libertad, cit., p. 102.
[10] Sobre la libertad, cit., p. 216.
[11] Berlin, Isaiah, Sobre la libertad, cit., p. 217.
[12] Idem, p. 220.
[13] Una magnífica narración de este periodo histórico puede verse en Judt, Tony, Posguerra. Una historia de Europa desde 1945, Madrid, Taurus, 2006.
[14] Idem, p. 222.
[15] Idem, pp. 240-241.
[16] Idem, p. 247.
[17] Idem, pp. 248-249. Cursivas añadidas.
[18] Pettit, Philip, Republicanismo. Una teoría sobre la libertad y el gobierno, Barcelona, Paidós, 1999, pp. 40 y ss.
[19] Republicanismo, cit., p. 43.

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