Mis maestros.
Mis maestros en la Facultad de Derecho de la UNAM.
Miguel Carbonell.
Director del Centro de Estudios Jurídicos Carbonell AC.
Tuve la oportunidad de tomar clase con
grandes profesores a lo largo de mi carrera universitaria, en la Facultad de
Derecho de la UNAM.
La materia de “Introducción al estudio
del derecho” la tomé con la profesora María Elodia Robles Sotomayor, a quien
siempre le estaré muy agradecido no solamente por sus enseñanzas, sino porque
cuando me tocaba iniciar el tercer semestre de la carrera me permitió
incorporarme en su cátedra como “profesor adjunto”. Era el año de 1990. Tenía
apenas 19 años y en ese momento daba inicio mi experiencia docente, la cual me
ha acompañado desde entonces prácticamente sin interrupción[1].
Durante esos años en la Facultad de
Derecho de la UNAM todavía daban clase varias de las llamadas “vacas sagradas”
del derecho mexicano. Así se les llamaba a los profesores de mayor fama, sobre
todo a aquellos que eran autores de libros considerados como “clásicos”, los
cuales eran leídos en la mayor parte de escuelas y facultades de derecho del
país. Nosotros teníamos la fortuna (y nos sentíamos muy orgullosos por eso) de
tomar clase con ellos y no solamente de contar con sus obras escritas.
Siempre que pude, opté por tomar clase
con los mejores profesores, peses a que varios de ellos tenían fama de ser
extremadamente duros con los alumnos.
En segundo semestre tuve el privilegio de
tomar la materia de “Derecho Civil I” con Ignacio Galindo Garfias, que en ese
entonces tenía una edad bastante avanzada pero que todavía demostraba una
enorme energía al dar la clase. A los alumnos que conversaban mientras el
exponía o a los que estaban distraídos les tiraba pedazos de gis. Seguramente
llevaba muchos años haciéndolo, ya que su puntería era extraordinaria. Para dar
la clase se apoyaba en el libro de su autoría “Derecho civil”, que era
extremadamente claro y bien escrito.
En ese mismo segundo semestre tomé clase
de “Derecho Romano II” con Guillermo Floris Margadant, que era un profesor excelente
y un ser humano extraordinario. Su cultura era inmensa. Hablaba varios idiomas
(casi 15, según alguna vez nos dijo) e incluso en clase de repente alternaba
frases que iban de una a otra lengua, sin que al parecer se diera cuenta de
ello. Me gustó tanto esa clase que volví a tomar una materia más con Margadant,
que en ese entonces era optativa: “Historia Universal del Derecho”. Disfruté
mucho en ambos cursos, en los cuales los alumnos teníamos la ventaja de contar
con el libro de texto que había escrito el mismo profesor. Margadant además
tuvo la gentileza de invitarnos a su famosa casona de San Ángel algunos
sábados, para compartir con él películas europeas o conciertos de música
clásica.
Más adelante tuve como profesores al gran
procesalista Cipriano Gómez Lara en “Teoría General del Proceso”, Alfonso Nava
Negrete en “Derecho Administrativo I”, Eduardo García Villegas en “Derecho
Administrativo II”, Ernesto Gutiérrez y González en “Derecho Civil II” (que era
el curso de “Obligaciones”), Othón Pérez Fernández del Castillo en “Derecho
Civil III” (contratos), Jorge Mario Magallón Ibarra en “Derecho Civil IV”
(bienes y sucesiones), Óscar Vázquez del Mercado en “Sociedades Mercantiles”,
etcétera.
Una mención aparte merece mi profesor de
“Derecho procesal penal”, que fue Sergio García Ramírez. Cuando tomé clase con
él tenía poco tiempo de haberse reincorporado de tiempo completo a las tareas
universitarias, luego de haber sido durante seis años procurador general de la
República. Desde entonces ya era una verdadera leyenda en los pasillos de la
Facultad y con el tiempo su fama su creciendo, incluso más allá de nuestras
fronteras.
Don Sergio llegaba a la clase provisto de
una especie de apuntes que le servían de guión o “apoyo de memoria”, que no
tenía necesidad de leer dado su extraordinario conocimiento del proceso penal,
sobre el que ya en ese entonces llevaba décadas escribiendo y enseñando. Esos
apuntes (siempre me llamó mucho la atención eso) estaban realizados en forma de
esquemas, lo que le permitía guiarse con facilidad hacia los puntos que debía
exponer en cada clase. Su exposición era de un rigor extremo y siempre animada
por su reconocida erudición verbal.
Recuerdo que su examen final era oral.
Nos pasaba a los alumnos al salón de cinco en cinco y comenzaba a preguntarle a
un alumno. Cuando no sabía la respuesta o no la había dicho correctamente le
hacía la misma pregunta a su compañero de al lado y de esa manera cada uno iba
ganando o perdiendo los puntos de su calificación. Mientras los alumnos exponíamos
las respuestas el Maestro estaba callado y nos veía fijamente a través de sus
anteojos; cuando no respondíamos correctamente fruncía el ceño de manera muy
pronunciada, lo cual generaba entre muchos estudiantes un nerviosismo añadido,
que se sumaba al que ya sentíamos por estar ante una figura tan prominente y
respetada. Le teníamos (y yo le tengo, hasta el día de hoy y por el resto de mi
vida) una admiración muy profunda. Su trayectoria intelectual es por muchas
razones un verdadero ejemplo para mi.
Los dos profesores que produjeron un
impacto más profundo en mi formación fueron los que me impartieron la materia
de “Derecho constitucional” y de “Amparo”. Yo en ese entonces ya intuía que mi
predilección estaba en esa área temática, de modo que busqué tomar esas
materias con los mejores profesores. La de derecho constitucional la tomé con
quien era el profesor más famoso de la Facultad en esos años y probablemente el
más famoso de todo el país: Ignacio Burgoa Orihuela.
Burgoa era todo un personaje. Autor de
varios libros clásicos (sobre todo su muy leída obra sobre el juicio de
amparo), tenía una voz profunda y una figura imponente. Siempre vestía de
manera extraordinariamente pulcra y elegante. Sus ademanes eran cuidados hasta
el punto de la teatralidad. Sus clases siempre se llenaban y aunque daba en uno
de los salones más grandes de la Facultad muchos alumnos no alcanzábamos una
banca, de modo que había que encontrar un pedazo de suelo para sentarse.
Siempre tenía el aula abarrotada de oyentes, incluso de varios que venían de
otras universidades solamente porque querían ver en vivo a la gran leyenda que
representaba.
La verdad es que su clase no era muy
técnica. Había llegado a una edad en la que disfrutaba de su fama. No exponía
en realidad un curso de derecho constitucional, sino que nos compartía
anécdotas y reflexiones de todo tipo. Nosotros lo escuchábamos como si nos
hablara un oráculo. El peso de la clase descansaba en sus nietos Roberto y
Pilar, quienes daban clase cuando el maestro no podía asistir o cuando llegaba
tarde, y eran también quienes nos aplicaban los exámenes y nos ponían las
calificaciones. La ventaja es que Burgoa tenía su libro de la materia, con lo
cual teníamos forma de prepararnos para el examen. Disfruté mucho su curso.
La clase de amparo la tomé con quien en
ese entonces era un jovencísimo secretario de estudio y cuenta en la Suprema
Corte de Justicia de la Nación: Roberto Terrazas Salgado. Si tuviera que elegir
al profesor más brillante con el que tomé clase en mis estudios de licenciatura
lo elegiría a él. Me impresionaba porque llegaba a la clase sin ningún tipo de
apuntes o libro, sino solamente cargando una Ley de Amparo. Y con eso nos
ofrecía unas exposiciones brillantes de cada tema, citando de memoria tesis
jurisprudenciales (algunas de las cuales, nos presumía, las había redactado él
mismo) y poniendo docenas de ejemplos tomados de casos reales resueltos por
nuestros tribunales federales.
Recuerdo que nos hacía asistir los
sábados a clase y que nos pidió para poder ganarnos el derecho a hacer el
examen final que promoviéramos una demanda de amparo sobre un caso real y le
lleváramos el acuse de recibo del juzgado de distrito o tribunal colegiado de
circuito correspondiente. Fue un profesor en verdad extraordinario, que luego
tuvo una breve carrera como magistrado federal.
[1] He contado esa parte de
mi vida profesional en el libro Cartas a
un profesor de derecho, México, Porrúa, 2014.